Javier Yuste
Las marcas y las cicatrices
Me apostaría con Vds. estos dedos con los que escribo a que entre todos encontraría a alguien que, al menos en una ocasión, ha alargado el brazo y adoptado un libro, librándole de un final cercano a la trituradora de papel. Lo mismo me da que sean ejemplares expurgados de bibliotecas públicas que desahuciados de librerías de segunda mano que los ofrecen de forma gratuita sobre una mesa colocada en plena acera… Hablo de derelictos literarios que se han hecho viejos esperando nuevas manos y nuevos ojos.
Yo soy uno de esos que hacen el esfuerzo por alargar el brazo tras enredárseme en las piernas el alga suelta de un anuncio de "libros para llevar gratis". Me envuelve la urgencia por detenerme ante el tímido mostrador callejero o la puerta de la biblioteca cuando se da la ocasión. No es que siempre acabe llevándome algún título que me arrulle el oído y el pensamiento, mas quiero hablar hoy de uno de mis últimos rescates: el de un ejemplar de «Las inquietudes de Shanti Andía», de Pío Baroja, nº 42 de la Biblioteca Anaya de autores españoles de 1967. La cubierta, sencilla hasta el aburrimiento, está amarillenta de tanto acumular dactilares desconocidos y senectud. El interior está casi incorrupto, salvo por la tara habitual de estas ediciones: sus páginas y cosido se desmenuzan si uno no se toma sus dos minutos de tiempo en usar pegamento y aplicar presión… Y en sus entrañas habitan ciertos detalles que me alientan a preguntarme por la persona o personas anónimas (pues no dejaron nombre alguno), que ostentaron el noble título de dueños del ejemplar. Así, ¿quién fue el que, con un trazo tosco y a lápiz, señaló la mitad última del párrafo que ocupa íntegramente la página 19, entre las dedicadas a la introducción de la obra?, ¿por qué tuvo semejante necesidad?, ¿acaso era un estudiante, un niño aburrido o un adulto que se forzaba así a recordar algo importante?
Pero esto no es nada comparado con lo más intrigante: la nota de comedor nº 00522 del bar-restaurante "El Repollu", de Ribadesella, a 1 de septiembre de 1986, con un menú a la carta para dos personas, quizá usado a modo de socorrido marcapáginas durante un viaje por el Norte español, encontrada en el primer capítulo. Leo la nota, escrita a todo correr por una nerviosa caligrafía femenina, primero legible (dos sopas de pescado), luego tendente a perder las vocales hasta convertirse en una suerte de jeroglífico sin carta Rosetta, en la que sólo se distinguen pan, bonito y helado de sorbete. Un banquete por un total de 2.335 pesetas.
Aquí la cuestión no es sólo saber la posible identidad del propietario del ejemplar, sino también qué le llevó hasta aquella comida para dos en Ribadesella. ¿Un alto en un viaje de trabajo?, ¿el final de unas vacaciones?, ¿una cita amorosa?, ¿una reconciliación tras años de rencor? Imposible saberlo. Lo visible de las marcas y cicatrices de vidas pasadas sobre el papel y el cartoné son mudas y las respuestas las ha de elucubrar la imaginación. Los libros atesoran historias impresas, pero nosotros, de vez en cuando, dejamos caer en entre sus hojas nuestros recuerdos de forma tan negligente que acaban ante la mirada escrutadora de terceros, aunque sean incapaces de descifrarlos.